Junto a Cecilia y María Ostiz forma el trío de grandes mujeres compositoras de nuestra música. De este trío de damas, Mari Trini fue la que más tiempo extendió su carrera y la que más discos vendió. Las tres guardaron celosamente sus vidas y expusieron a los cuatro vientos unas obras sensibles, liberadoras, hijas de su tiempo y llenas de calidad.
María Trinidad Pérez de Miravete Mille nació en 1947 en Singla, una pedanía perteneciente a Caravaca de la Cruz, en la provincia de Murcia. A principios de la siguiente década se traslada a Madrid con su familia e inicia sus estudios primarios. Unos estudios primarios que se verían interrumpidos y transformados casi en un monólogo cuando a los siete años contrae una nefritis crónica, que la va a mantener largas temporadas en cama y sin salir de casa. Esa enfermedad va a moldear su carácter, va a deformar ligeramente su rostro y va a cincelar su música. “¿Quién no escribió un poema, huyendo de la soledad? ¿Quién a los quince años no dejó su cuerpo abrazar?, cantaría más tarde en una de sus canciones más conocidas.
Los años de enfermedad y convalecencia le enseñaron a tocar la guitarra que le regaló su padre, a leer todo lo que caía en sus manos y a escribir primero, poesía; luego, canciones. No es de extrañar que, cuando en 1962 es dada definitivamente de alta, se convierta en la niña de la noche madrileña dispuesta a ver y oír todo lo que antes no pudo. Uno de los locales de moda en Madrid, cerca de la Avenida de América, era el Nichas, propiedad del director cinematográfico Nicholas Ray. El director inglés se fijó en aquel gorrión tímido de ojos grandes y la convenció para marchar a Londres en 1963 y estudiar allí arte dramático. Pero su camino no era ese y al año siguiente llegó a París con su guitarra por todo capital y dispuesta a aprender de primera mano de los grandes cantautores franceses. Quería ser una nueva Juliette Greco, musa del existencialismo francés; sin embargo, su vida y su obra tendrían más del frágil y atormentado ruiseñor llamado Edith Piaff.